Hace unos días,
nos enteramos a través de un video público en las redes sociales, que el Estado
Islámico decapitó a 21 cristianos coptos egipcios secuestrados en Libia. El
subtítulo de la cinta que dura cinco minutos señala lo siguiente: “La gente de
la cruz, los seguidores de la hostil iglesia egipcia”. Frente a esta terrible
realidad contemporánea, cabe la pena reflexionar y preguntarnos ¿Cuál
es el costo del discipulado, cuál es el costo de seguir a Jesús?
Jesús dice en
una de sus frases más conocidas: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí
mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera
salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del
evangelio, la salvará.
La frase de muy pocas palabras describe con
mucha precisión el significado de ser discípulo de Cristo. Jesús no nos
está dando una lista de requisitos o una nueva fórmula para llegar a Dios, más bien describe las cualidades que deben
estar presentes en aquellos que decidan ser seguidores de él, implica sin lugar
a dudas un
tremendo desafió, que implica llevar un estilo de vida
que requiere de cambios y ajustes
radicales.
El Señor no nos
ha llamado a unirnos a una religión, ya que la religión en sí misma no produce
ningún cambio en la vida de las personas. Jesús nos llama a una relación con él
que se vive todos los días, en todo lugar y en todo momento, y en el proceso de
esa relación nuestra vida es transformada, pues la esencia de esta experiencia
es el intercambio de vida. Esta fue la realidad que Jesús vivió con sus discípulos. Él
deseaba enseñarles un nuevo estilo de vida, y para ello inicio un proceso de
modificación de conducta y carácter que duró al menos tres años y medio,
transferencia de vida, y no simples teorías religiosas, al estilo de los
escribas y fariseos. Pero para poder iniciar este entrenamiento se requerían
dos condiciones previas:
La negación es el
primer paso para constituirse en discípulo. Podemos preguntarnos: ¿Por qué exige Cristo
de nosotros este negarse a uno mismo? ¿Es porque Dios quiere ver que nos
mortificamos, porque tiene placer en que crucifiquemos nuestra sensibilidad al
goce, que él mismo nos ha dado? De ninguna manera. La verdadera respuesta hay
que hallarla en el hecho de que Él nos ha hecho seres morales y racionales:
nuestras facultades racionales están planeadas para controlar nuestras
actividades voluntarias, y nuestra naturaleza moral para hacernos responsables
del control de nosotros mismos que Dios requiere. Es un hecho que nuestros
sentidos no están en armonía con nuestra conciencia, y que a veces piden
indulgencia o placer cuando, tanto la razón como la conciencia, lo prohíben, Si
nos entregamos al dominio del apetito y de los sentidos sin norma o criterio,
sin duda vamos a perder el camino. Entramos en guerra. Los apetitos de la carne
piden libertad, mientras que el espíritu que conócela ley de Dios y la voz de nuestra razón, se
oponen contra los sentidos, reclamando a que nos neguemos a nosotros mismos.
¿Qué pautas seguir, cuando ya la vana manera de
vivir nos ha dañado? Lo primero es rendirnos incondicionalmente al Señor, y
acatar su Palabra. Para ello debemos humillarnos, renunciando a nuestros
propios deseos, para dar paso a los deseos del Señor. Sin una entrega previa y
total de negación, es imposible forjar un carácter humilde, si no podemos ser
humildes, jamás podremos negarnos a nosotros mismos.
Negarse uno mismo
suena extraño en nuestra presente cultura, que tiene como objetivo asegurar,
por todos los medios posibles, el bienestar propio. Aun las incomodidades más
insignificantes, con frecuencia afectan adversamente nuestro humor, como si
estuviéramos pasando por una intolerable tribulación. Arrastrados por la
tendencia de considerarnos siempre víctimas, más bien creemos que es nuestro
deber luchar para asegurar que se respeten y garanticen nuestros derechos.
No hace falta
señalar que esta actitud es esencialmente contraria al llamado de Cristo,
adoptar esta postura no es más que imitar el ejemplo del Hijo de Dios, “no
estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí
mismo... y se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte” (Fil
2.6, 7).
Por medio de la entrega del “YO”, alcanzamos una actitud de pre-disposición a
OBEDECER. Esta acción obedece a un encuentro con la
cruz de Jesús, y con un evangelio que nos confronta con nuestro orgullo, para
apelar al gobierno del Espíritu Santo por medio de su Palabra. Es por ello que
el apóstol exclama:
“Con Cristo he sido juntamente
crucificado; y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en
mí. Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo por la fe en el Hijo de
Dios, quien me amó y se entregó a sí mismo por mí.” (Gálatas
2:20).
Notemos que debemos vivir en la carne “solo para
agradar al Hijo de Dios”, y sobreponer nuestros deseos a sus deseos.
El fundamento
necesario para ser un discípulo es también el obstáculo más grande para una vida comprometida
con Cristo. Algunas personas quisieron seguir a Jesús y no
pudieron (Luc 9:57-62) ¿Qué hay en común entre todos éstos? No cerraron el
trato, no quisieron comprar. Los
evangelios proveen muchos ejemplos de personas que presentaron una diversidad
de excusas para justificar que no podían seguir a Jesús incondicionalmente. Su
respuesta, la cual sirve como reflejo de nuestras propios condicionamientos,
nos ayuda a ver cuán fuerte es en nosotros el querer asegurar el beneficio sin
estar dispuestos a ceder en nada en cuanto a nuestro presente estado.
La segunda
condición que menciona Cristo en su «definición» del verdadero significado de discípulo es la disposición
de tomar la cruz. En nuestro entorno la cruz es un inofensivo símbolo
decorativo en algunos edificios o para un colgante o un par de aretes. La
contradicción entre una condición y la otra fue la que llevó a Pedro a intentar
disuadir al Señor. Los Doce, sin duda, deber haber experimentado consternación
al escuchar que el llamado a ser discípulo constituía una invitación a cargar
una cruz. Ninguno de los presentes tendría alguna duda acerca del significado
de estas palabras, pues los romanos llevaban más de cincuenta años utilizando
la crucifixión como un cruel instrumento para la ejecución de prisioneros y
criminales. Sabían que los únicos que cargaban una cruz eran los reos sentenciados a muerte, mientras se dirigían al lugar
determinado para su cruel ejecución.
¿Cómo se podía entender, entonces, que en medio de tanta aclamación popular se hable de un tema tan claramente asociado con el desprecio y la condenación? Es precisamente la contradicción entre una condición y la otra la que llevó a Pedro a intentar disuadir al Señor de transitar un camino de profundo sufrimiento. Jesús, sin embargo, estaba señalando a los discípulos que este destino no estaba solamente reservado para él, sino para todos aquellos que escogieran seguirle.
Pastor Ramón Cervantes Parra
Iglesia Bautista vida en Armonía
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